La investigación es una herramienta fundamental con la que contamos para avanzar en la ciencia, en el conocimiento en general, y en cualquier área. Pero, en ocasiones, no se han cumplido los compromisos éticos que exige la investigación y para comprender, indagar y experimentar, en ciertos ámbitos, se han realizado los más atroces comportamientos.
Una muestra de ello la encontramos en el experimento llevado a cabo, en 1939, por Wendell Johnson, psicólogo de la Universidad de Iowa en Estados Unidos, con la colaboración de una alumna suya de posgrado, Mary Tudor. Wendell es considerado uno de los más influyentes logopedas, que dedicó sus investigaciones a descubrir las causas y la cura de la tartamudez.
Al hilo del objetivo de sus investigaciones, llevó a cabo un experimento, considerado absolutamente cruel, llamado experimento monstruo. El objeto de dicho estudio era demostrar que la tartamudez no tenía un origen fisiológico sino, más bien, adquirido por las inseguridades de algunos niños y niñas al aprender a hablar.
Para realizar el experimento seleccionaron a 22 niños y niñas de un orfanato, en edades comprendidas entre los 5 y 15 años. En este grupo había quienes tenían problemas de habla y otros que no los tenían. Los dividieron en dos grupos de 11 personas y, dentro de cada uno de estos grupos, mezclaron los que tenían problemas en el habla con los que no.
No se les explicó en qué iba a consistir el experimento, tan solo se les dijo que iban a formar parte de un programa de logopedia que iba a durar unos meses. Y así comenzó el estudio, el funcionamiento fue el siguiente:
A los participantes del primer grupo se les premiaba y elogiaba cada vez que hablaban. Se les alentaba a seguir practicando diciéndoles que lo hacían muy bien y que estaban progresando estupendamente. Esta forma de proceder, se hacía con todos, tanto si tenían problemas de tartamudez, como si no.
Sin embargo, a los del segundo grupo se les criticaba constantemente y se les transmitía que eran torpes. Menospreciaban su nivel de habla y se les repetía, una y otra vez, que eran tartamudos. A los que no tenían problemas de habla de este grupo se les hacía ver que estaban empeorando y que empezaban a presentar problemas de tartamudez.
Los resultados al finalizar el experimento fueron, para el primer grupo: los sujetos ganaron confianza, participaban más en clase y mejoraron, incluso, con el tiempo. Por el contrario, los del segundo grupo empezaron a empeorar. Los que tenían problemas del habla empeoraron más: adquiriendo tics, presentaban ansiedad a hablar en clase… Y los que no presentaban dificultades del habla, inicialmente, desarrollaron problemas de ansiedad e inseguridad. Es decir, en general, a todos los niños y niñas de este grupo les afectó negativamente su autoestima.
Este experimento no vio la luz hasta que, en 2003, el New York Times lo publicó con el título “El estudio monstruo del doctor de la tartamudez”. El artículo explicó todo el proceso y la forma en la que participaron esos niños y niñas. Además, se descubrió que algunos participantes todavía tenían problemas debido al maltrato que sufrieron durante este experimento. Por ello, en el 2007, las víctimas de tal experimento iniciaron un proceso de demanda, que concluyó a su favor, y la universidad de Iowa tuvo que indemnizarlas con la suma de USD 925.000.
Este tipo de horrores alerta, por un lado, de lo necesaria que es la aplicación de la ética profesional y, por otro, la importancia del autoconcepto. Es decir, cómo me describo o cómo me veo, puesto que influye intensamente sobre nuestra autoestima y existe una gran influencia en la construcción de ambos la información que recibimos de los demás a lo largo de nuestra vida.
Por ello, hay que cuidar mucho qué queremos decir y cómo lo decimos, porque podemos influir negativamente en los demás. También debemos cuidarnos, mimarnos, eligiendo con quién queremos estar y con quién queremos relacionarnos. Porque, aunque pensemos que somos inmunes, todos tenemos ciertos momentos y etapas de mayor vulnerabilidad, en el que nos pueden dañar nuestra autoestima. Ya que el maltrato, aunque sea verbal, es igual de dañino y perjudicial para nuestra salud mental que cualquier otro tipo de maltrato.